En las calles de Madrid no hay más rosas ni latas de cerveza. Aquellos que siempre aparecían con una Mahou cuando los bares bajaban la persiana y colocaban en cada cita una flor envuelta en celofán guardan ahora la cola de la miseria. No tienen qué comer. Bangladesíes en su mayoría, estos vendedores ambulantes llevan dos meses sin un céntimo en los bolsillos. Viven hacinados en apartamentos y pasan hambre. Su único sustento llega cada dos jueves, cuando peregrinan a su mezquita, en el céntrico barrio de Lavapiés, para hacerse con un saco de 30 kilos de víveres. Se recolectan gracias a una red vecinal, que la crisis ha hecho aún más fuerte, y que se ocupa de alimentar a 1.600 familias.
La cola comienza a las 12.30 y sigue hasta las 14.00. La mezquita, clausurada para el rezo, es ahora un almacén de sacos de construcción llenos de alimentos y bolsas de patatas. Entran y salen hombres sin zapatos comprobando listas y provisiones. Hay 300 convocados para este jueves. Según transcurre la mañana, van llegando, separados, sin apenas hablar entre ellos. Algunos se confiesan al límite. Son hijos, maridos y padres que mienten a sus familias prometiendo que está todo bien, aun sabiendo que no lo está.
El hambre aprieta a los inmigrantes irregulares
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