Casi un mes ya de confinamiento y hoy hice mis primeras intervenciones presenciales del grupo de Cuidados Madrid Centro. Aunque antes ya había llevado el pan a mi vecino A., visitado alguna farmacia, colaborado en la coordinación del grupo y algunas cosas más, lo de hoy tenía algo todavía más interesante: ayudar a alguien que no conocía en absoluto.
Primero fui a por unas mascarillas que donaba E., un chico muy majo que vive en Galerías Piquer, en pleno Rastro. Me dio también una caja de melatonina, que parece que viene bien para dormir mejor. Tenía algunos síntomas pero se encontraba bien, estaba impaciente por dar, quería saber si recogíamos también donaciones de dinero y/o de comida. Es precioso ver cómo con la que está cayendo nos apartamos de este individualismo neoliberal que nos corroe y nos entristece la vida. Le di las gracias y me fui a casa.
Llevé mi justificante impreso. Antes, en la panadería, me había encontrado justo detrás de mi, en la cola, con unos municipales. Les dije que si conocían el trabajo que estábamos haciendo en el CMC, me dijeron que no. Les comenté mis miedos de que no se aceptara mi justificante de voluntaria y me dijeron que de todas formas lo veían de sentido común y que no creían que tuviera ningún problema; sin embargo ayer tuve un encuentro que no me cuadraba mucho con su idea de sentido común. Subiendo la calle Ave María un policía se bajó del coche y se vino hacia mí para preguntarme dónde iba, dónde vivía, si no habría quedado yo con un tipo en el metro para un asunto de unos móviles, y para pedirme el DNI. Sorprendida por tan espontáneo y peliculero interrogatorio contesté que no, y a continuación pasó a interesarse por lo que llevaba en la bolsa. Pescado, le dije, y entonces me abrió la bolsa para comprobar. A todo esto, ni guantes, ni mascarilla, ni metro de distancia prudencial, ni na de na. Cuando me dejó ir, se dispuso a hacer lo propio con algunas personas que subían por la misma calle.
Primero fui a por unas mascarillas que donaba E., un chico muy majo que vive en Galerías Piquer, en pleno Rastro. Me dio también una caja de melatonina, que parece que viene bien para dormir mejor. Tenía algunos síntomas pero se encontraba bien, estaba impaciente por dar, quería saber si recogíamos también donaciones de dinero y/o de comida. Es precioso ver cómo con la que está cayendo nos apartamos de este individualismo neoliberal que nos corroe y nos entristece la vida. Le di las gracias y me fui a casa.
Llevé mi justificante impreso. Antes, en la panadería, me había encontrado justo detrás de mi, en la cola, con unos municipales. Les dije que si conocían el trabajo que estábamos haciendo en el CMC, me dijeron que no. Les comenté mis miedos de que no se aceptara mi justificante de voluntaria y me dijeron que de todas formas lo veían de sentido común y que no creían que tuviera ningún problema; sin embargo ayer tuve un encuentro que no me cuadraba mucho con su idea de sentido común. Subiendo la calle Ave María un policía se bajó del coche y se vino hacia mí para preguntarme dónde iba, dónde vivía, si no habría quedado yo con un tipo en el metro para un asunto de unos móviles, y para pedirme el DNI. Sorprendida por tan espontáneo y peliculero interrogatorio contesté que no, y a continuación pasó a interesarse por lo que llevaba en la bolsa. Pescado, le dije, y entonces me abrió la bolsa para comprobar. A todo esto, ni guantes, ni mascarilla, ni metro de distancia prudencial, ni na de na. Cuando me dejó ir, se dispuso a hacer lo propio con algunas personas que subían por la misma calle.
Foto de la autora: Caballo y caja "cuqui". |
J. es un vecino que vive en un bajo de la calle Sombrerería. Lleva desde el principio del confinamiento sin cobertura, ni televisión ni Internet. Nos lo contó ayer S., un conocido suyo, en el WhatsApp del CMC. Al leerlo recordé que G., con el shock del confinamiento y sus dos niñas de arresto domiciliario, compró una tele nueva el otro día. Unas llamadas y unos guasaps después, pude ir a por el aparato a casa de G. y de ahí a la casa de E.
La cosa no fue fácil. Por la mañana A., la pareja de G. me mandó las medidas, 35x46. No me cabía en la alforja y además había que tener en cuenta el soporte de pie. F., el verdulero del mercado de Antón Martín, que es un amor, me dejó una caja ad hoc, que tendré que devolverle mañana porque parece que para los pedidos, que se multiplican durante el confinamiento, están necesitando muchas.
Fue complicado encontrar cuerda por casa y ni idea de dónde había dejado los pulpos, pero al final bajé con... (diría que una artillería de... pero me voy a abstener de metáforas bélicas, que ya vamos sobradas últimamente)... unos trozos de cuerda que encontré, una cámara vieja (siempre útil), un par de pulpos y unas bridas. Todo esto para sujetar el televisor a la caja, y esta, a su vez, a la bici.
Por fin salí de casa, me puse una de las mascarillas que donó E., amarré la caja como pude y me dirigí con mi caballo rauda y veloz hacia el Paseo de las Delicias no sin cierto recelo por el ambientazo securitario que se palpa en el aire madrileño, pero feliz por sentirme parte de esta red de vecinas voluntarias que intentan hacer las cosas un poquito más livianas a mucha gente que lo está pasando muy mal. También es verdad que era cuesta abajo.
Una vez en casa de G. dejé la bici aparcada, subí y cogí la tele que me habían dejado en el felpudo (el ubicuo distanciamiento que ya se nos va haciendo familiar) y bajé a completar la segunda parte de la operación. Dispuse la tele sobre la caja, la aseguré con los pulpos y la cámara vieja cortada y me fui a casa de E.
Una vez allí lo llamé, él esperaba para recibir la llamada desde el patio de su casa donde sí tenía cobertura, y salió a buscar su tele. Dijo que era del mismo tamaño de la última que había tenido y se quedó muy contento. Me dio las gracias y me dijo que se las diera a mis amigas y que estaba harto ya de tanto leer. Supongo que, ciertamente, en este encierro sobrevenido todas necesitamos distraernos, no solo leer.
Le comenté que estaba habiendo muchas iniciativas para dejar abierto el wifi para que gente como él pudiera tener al menos Internet, que quizá sus vecinxs se animaban. Me agradeció la idea y dijo que mañana pondría un cartel en el portal a ver si el vecindario lo hacía.
Volví para casa y pese a que subir en bici la calle Ave María es duro, como siempre me decía R. el de "la caña" que también era bicicletero, y que en ocasiones te puedes encontrar algún que otro policía peliculero, la subí encantada.
Mónica
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